LA CASA DEL CIEGO
Amo la luz.
Me agacho sobre mis rodillas,
en la oscuridad,
y escribo.
Poesía no es.
Es la sombra de este lápiz
que detecta formas hermosas,
deslizándose entre curvas y espacios.
¿De quién son las lágrimas?
Las lágrimas son del mar.
Desde la superficie, yo, ballena,
dejé lucir mi cola,
ante la mirada de ella.
¿Me habrá visto?
Ojalá no se sintiese amenazada.
Ojalá viera, que ella es el mar.
¿Asustarse de sí misma?
Sí claro,
entendible,
mirable,
apreciable.
Bienvenida sea su ceguera,
que la protege
de sus demonios desatados.
¡Àtenlos!
Demonios despiadados.
¡Cóman trozos de pan y migas
sobre las baldosas de mármol
que descansan en sus celdas!
...Demonios despiadados...
Vuelvo a la memoria.
Había una vez un elefante,
que se arrodilló ante ella,
y en abandonado amor,
se encomendó a su servicio.
Había una vez un bosque, que,
con voz de un coro de hadas maravillas,
mientras ella enamorada lo contemplaba, le replicó,
„sos hermosa“.
Oh, cuánta luz,
en esta pieza oscura.
Cuánto bello recuerdo
se asoma en la memoria
de estos demonios tranquilos, ahora,
mientras comen pan y gozan.
¿Asustarse para verse?
Será...
El mar profundo le da miedo.
Pero ella ama el mar.
¿Cómo concebirse?
Concebirse como el rayo,
que al irse, fue.
O como el caballo,
que al galopar,
emana su propio sonido.
O como el ciego
con una metralladora,
que para protegerse apunta,
y luego pregunta:
„¿Le temés vos a dios?“
„Que no sea 'no' la respuesta“
-piensa el sabio incomprendido-
„que si digo 'no',
el temor nunca habré conocido,
y tampoco el amor,
y la casa del ciego.“